lunes, 15 de noviembre de 2010

Quiero hablarte


Sol agobiante, asfalto acuoso.
Tensión en las piernas y en medio de los ojos.
Tristeza encerrada entre callejones sin gente,
y un demonio que aún sigue mortificando mi mente.
Flores marchitas, corazones desgarrados,
por un cofre de madera que se lleva lo preciado.

Te sigo vertical y me burlas horizontal.
No se si después de ésta seguiré normal.
Y te juro que no existe malestar,
sólo un nudo en la garganta que intento ocultar.

Sol agobiante, piso caliente.
Grito frustrado que se estrella en mis dientes.
Que la muerte me espere, porque quiero hablarle,
del día que vino de manera cobarde,
a quitarme lo que quise y sin querer explicarme.

Muerte, te reto a que dejes que ella vuelva y me sonría.
Verás que mientras lo hace, no todavía,
la atraparé en un sueño interminable,
y no dejaré que de éste puedas llevarle.

Se congeló el mundo por un instante,
cuando ladrillos y cemento impidieron poder mirarte.
Sin embargo, espero verte de nuevo.
Atrévete a venir y luego yo mismo te llevo.
Pero por favor que no sea un día como el de hoy.

martes, 18 de mayo de 2010

Una mosca consejera


Volvió a sonar la canción, la cabeza a pensarte y el corazón a palpitar. La noche estaba fresca y rara, solo habían dos estrellas y una luna con ganas de llorar. Los mangos que habías dejado en la mesa estaban llenos de moscas y las moscas llenas de mierda, igual que yo.

Me mantuve inmóvil con la vista hacia el sofá, donde durábamos días enteros desnudos, tirados, durmiendo, riendo, cogiendo, planeando… El tiempo pasó rápido, llegó un momento donde ya no me importaba el minutero, solo el horario, esperaba las nueve de la noche, la hora divina.

Así la llamaba, porque mamá y la gorda Miriam, mi vecina de al frente dicen que “a las nueve de la noche el amor anda suelto y loco por las calles”, cuento que terminé por creer, porque ya los años me obligaron a hacerlo.

Las moscas dejaron los mangos y empezaron a hablarme, hasta ellas andaban acompañadas, y es que en navidad quien no está acompañado; los perros de las pulgas, los niños de los regalos, el pavo de glotones, los abuelos de sus nietos y hasta el árbol de las luces, yo era el único que permanecía acompañándome, pensando en estupideces filosóficas que me daban pie a decir que la soledad era buena compañía.

Escuché que una de las moscas, la más grande y fea, empezó a decirme que yo era más mosca que ella, que tenía más mierda por dentro y que no tenía alas porque simplemente nunca me había preocupado por tenerlas.

Otras dos moscas me miraban desde la mesa donde dejaba los libros que tenía en uso en la clase de filosofía, a la que solo asistían dos alumnos que solo se les movía el cerebro cuando se pegaban en la cabeza. A propósito, esa clase me llenaba de más mierda. Las moscas se sobaban las patas y me miraban con lástima y de vez en cuando soltaban una risilla burlona que me zumbaba en los oídos.

Opté por levantarme y dejar a las moscas burlonas con la música, con el disquito ese que me hacia recordarte, pero la melodía me perseguía y me daba cachetadas, me pellizcaba, me hacía arder los ojos, me producía calambres, se me metía en los huesos y no me dejaba caminar.

Alcancé a llegar a la cocina, donde reposé un rato y lo único que quedaba era una guayaba que había recogido del árbol que está en el patio. Uno no muy grande que decidí sembrar, pensando más en la sombra que daría que en sus frutos.

La mosca que me habló también me siguió y ahora se posó en la mesita coja que tenía para aquellos desayunos veloces, informales y horribles. Desayunos donde reinaban el pan con mantequilla y la imitación paupérrima de jugo de naranja que solo me dejaba una gastritis inmisericorde que me hacía doblegar al medio día.

Ahí estábamos los dos viéndonos frente a frente, bueno no se si la mosca tenía frente pero parecía.

- Mierda eres y en mierda te convertirás, me dijo la mosca mientras trepaba la guayaba.

- Si tengo mucha mierda en la cabeza y en el corazón, pero no es mierda mía, la dejó ella cuando se fue, le contesté a aquel insecto parlanchín.

- No importa, no eres más que mierda, insistió la mosca

No me importó lo que me decía, y pensé que era un imbécil, dejándome afectar por las opiniones de una mosca conversadora.

“Yo estuve ahí cuando se fue”, apuntó la mosca, “y se que ese disco te está matando, te recomiendo que te vayas abajo del palo de guayaba y tomes aire”, concluyó el insecto.

Le hice caso y tropezándome con todo: jarrones, retratos, cortinas, recuerdos, tropezándome con el tiempo y una lamparita de neón que dejó ella en el pasillo, fui a parar al patio.

El palo de guayaba se movía poco, no había brisa, sin embargo la noche estaba fresca. Me senté en el banquito que usaba para tender la ropa y allí seguí lánguido y ensimismado, tratando de cambiarle la melodía al taladro que tenía en los oídos, pero era imposible. Casi que podía traerla a mi lado con solo concentrarme en la música.

¿A dónde te habías ido?, ¿Por qué me habías dejado con un mango y tres moscas burlonas?, ¿De donde salía la melodía esa que me hacía recordar los momentos más bonitos de mi vida?, ¿En qué momento me llené de mierda?

La mosca jodona llegó al patio y se posó en mi brazo derecho y me gritó.

- Eres un marica cagón, cómo la dejaste ir, todo por tu ego sin lógica y por tus estúpidas creencias filosóficas. Sal y búscala, no puede estar muy lejos.

- Pero se fue hace más de un año, le refuté.

- El tiempo no existe cuando hay amor, si lo hubo tiene que estar cerca, además ya son casi las nueve, recuerda lo que dice la gorda Miriam, completó la mosca.

Me quedé mirando a la mosca fijamente y pensé en lo absurdo que sería salir a buscarla, sin embargo pensé, que no podía haber algo más absurdo que ver que una mosca dándome ordenes. En ese instante corrí a la cocina y las dos moscas burlonas se sorprendieron al verme tan apurado.

Cogí la guayaba de la mesita coja, que terminó destartalada en el suelo y una bolsita pequeña para guardar la unigénita guayaba del palo. Las tres moscas se metieron rápidamente en la bolsa y salimos los cuatro a buscarla.

Llegamos a la esquina, y estaban los mismos viejos borrachones jugando dominó, seguí hasta la otra calle y no había nadie, corrí rápido hacia la entrada del pueblo pensando que te encontraría en el paradero de buses, pero recordé mientras brincaba cercas y esquivaba perros mal educados, que te gustaba irte al río, entonces cambié de dirección al instante.

Llegué jadeante y faltaban 3 minutos para las nueve de la noche, me senté en la grama cerca de la orilla y sentí que la noche, sus dos estrellas raras y la luna llorona se apartaban de mi, como dándome la espalda.

Cuando las nueve de la noche se dibujaron en mi reloj, cerré los ojos y prometí no volver a descuidarme leyendo estupideces en libros, tonterías que me cegaron y me hicieron perderla, sentí una brisa helada y me dije aún con los ojos cerrados, “este es el momento mágico”.

Al rato abrí los ojos y todo seguía igual, solo que ahora un grillo fantasma había agregado un chillido que aburría a todo el que lo escuchara.

Yo sentado a la orilla de un río, con promesas hechas, sin recompensas y con mucha mierda en la cabeza y el corazón. Todo estaba mal, a excepción de la música. Ya se había ido la melodía que me hacía recordarla, que me atormentaba y me descomponía.

Sin embargo no había quedado tan solo. Las tres moscas y yo podíamos empezar una amistad y de seguro dentro de poco todo volvería a la normalidad y encontraría un nuevo amor, eso pensé mientras me recostaba en la grama de la rivera.

Abrí la bolsa para comerme la guayaba y decirles mis planes a las tres amigas voladoras, decirles que enfrentaría mi soledad y que lo ocurrido no volvería a suceder, pero para mi infortunio las moscas se habían ahogado en el trayecto que corrí desde la casa al río, imagino que la guayaba también las apachurró…

Entonces pensé, lo bueno es que ahora vendrá la temporada de invierno, y la mosquitera será grande.

miércoles, 10 de marzo de 2010

La banca



Esa tarde no te encontré en la banca donde habíamos acordado encontrarnos. A los pocos segundos me di cuenta que no vendrías, sin embargo esperé hasta que el sol se aburrió de alumbrar. A las horas me enteré que te habías ido lejos, más lejos que el tiempo y que el agua.

Al día siguiente decidí esperarte otra vez, lo hice entre cafés y cigarrillos, con las piernas cruzadas (como lo hace la gente elegante), pero tampoco llegaste.

Así estuve unos meses. Creció mi barba y mis esperanzas de volver a verte, pero no llegabas, la gente me recomendaba volver a enamorarme. Y yo solo atinaba a responderles que lo hacía a diario, solo que de la misma mujer.

Pasó todo, la gente, los carros, los cafés, los niños, el tiempo, los cigarrillos, más tiempo, más gente, paso gente, mucha gente y pasó la vida y se sentó conmigo.

Ella no se sienta de manera elegante y no le gustan las parafernalias, en fin, yo la vi muy descomplicada. Traía una gorra puesta hacia atrás me pidió un cigarrillo, yo le regalé dos y un poco de fuego. Al instante me miró y preguntó

- ¿Por qué esperaste tanto tiempo a esa mujer, si sabías que no volvería?

Solo le respondí que no había pasado mucho tiempo, lo único que había pasado eran litros de café, algunos paquetes de cigarrillos, centenares de autos y miles de soles aburridos de alumbrar siempre lo mismo.

Se acomodó la gorra, y se puso las manos en la nuca, arrugó la boca y miro hacía el frente donde estaba la entrada del cementerio central de la ciudad y me dijo:

- Ya es hora que te levantes de esta banca, en 5 minutos llega otro hombre que fue citado aquí, uno paciente igual que tu. Es mejor que esperes allá al frente, de aquel lado el sol no molesta tanto como acá.

Me levanté, recogí el paquete de cigarrillos que ya estaba casi vacio y atravesé la calle lentamente como queriendo no cruzar. Al llegar al otro lado no había espacio para mí en ninguna banca. Todos los que estaban sentados tenían caras largas, algunos lloraban en silencio y otros solo se lamentaban. Volví la vista atrás y aún estaba la vida con su gorra hacía atrás y sus tenis sucios, me encogí de hombros y le pregunté qué debía hacer.

Ella miro la calle, extendió su brazo sobre ella y dijo:

- Allá al final, donde todo se hace pequeño hay cosas interesantes, allá puedes seguir esperando.

Le agradecí elevando la mano y ofreciéndole un saludo militar. Me acomodé el jean, encendí un cigarrillo y empecé a caminar. Cuando llevaba cuatro esquinas y el cigarrillo era casi una colilla, vi a una mujer de cabello castaño, de senos generosos y llenos de vida, piernas color canela, grandes y bien formadas; Su cabello estaba sujetado de un moño muy bien hecho, así como los que las mamás acostumbran hacerle a las niñas.

Ella tenía una caja de cigarrillos en una de sus piernas comestibles, yo me había terminado de fumar el último mío. Me acerqué a pedirle uno, ella fumaba un cigarrillo que no me llamaba mucho la atención por su fuerte sabor a menta, pero si venía de sus manos tenía que saber a gloria.

Cuando estaba a menos de un metro le dije.

- Señorita disculpe me regalaría usted uno de sus cigarrillos mentolados.

- Solo si se lo fuma aquí conmigo y señaló el espacio de la banca que estaba libre. Respondió con cara de exigencia.

- Tranquila, no llevo prisa, solo un poco de sed. Respondí mirándola a los ojos.

- Aquí tengo gaseosa, si quieres te la puedes tomar.

- Si me llevo la gaseosa me la debo llevar a usted también, no puedo dejarla sola, y menos sin gaseosa. Contesté galantemente.

- Está bien quédate un rato más y me acompañas mientras decido irme. Dijo antes de fumar su cigarrillo.

- Bueno. Respondí mirando un cuarto de su rostro, pues un mechón largo de cabello lo tapaba.

Habían pasado unas cinco horas o creo que fueron 10 días, quizás fueron 25 años. La verdad no se cuánto tiempo había pasado, ni cuantos cigarrillos habíamos fumado, no tengo idea de los niños que nos habían mirado. Pero ahora el tiempo era lo que menos me importaba y creo que a ella tampoco, porque solo se levantaba para acomodarse el bendito escote o bajarse la mini falda.

Después de que tuve conciencia de que no podía contar el tiempo mientras estaba con ella, decidí eliminarlo de mi vida, mi reloj, uno baratito, fue a parar en un jardín cercano. Luego del lanzamiento, (uno de esos estilo tres puntos en basquetbol) seguí hablando con la hermosa mujer que no hacia nada más que reírse y hablar.

Hablábamos tanto que tomábamos descansos, nos prestábamos los hombros para dormir, ella cantaba música de Fito Paéz y yo hacía los coros, comíamos helados, hacíamos caras y nunca parábamos de reír.

Todo pasó. Más autos, más cigarrillos, centenares de botellas de gaseosa, paquetes de papitas fritas, sobres de dulces. Todo pasó, hasta la vida pasó.

Con la misma gorra hacía atrás y sus jeans como descaderados, ajustados en la mitad de las nalgas. Me miró y dijo.

- Pensé que seguirías avanzando y mira, te volviste a sentar a esperar.

- No estoy esperando, solo descanso un poco, porque cuando me levante a caminar lo haré con ella, y no frenaré sino cuando lleguemos a la banca donde me encontraste tirado. Allí yo la acompañaré a las bancas de enfrente o ella me acompañará a mí. Respondí.

La vida sonrió y cerró los ojos como en desaprobación y luego me dijo,

- Entonces nos vemos en el camino o en una próxima banca, ahhh!! y el que ocupó tu puesto me preguntó si hacía bien en esperar, pero como no tenía cigarrillos no le contesté.